Un niño, una mujer, una madre de familia, un hombre, un padre, un jefe, un profesor, un policía, no hablan una lengua en general; hablan una lengua cuyos rasgos significantes se ajustan a los rasgos de la **rostridad**, específicos. Los rostros no son, en principio, individuales; defienden zonas de frecuencia o de probabilidad, delimitan un campo que neutraliza de antemano las expresiones y conexiones rebeldes a las significaciones dominantes.
*Mesetas: capitalismo y esquizofrenia* – Gilles Deleuze y Félix Guattari, 1980.
Los filósofos Gilles Deleuze y Félix Guattari desarrollaron una serie de reflexiones en torno al concepto de rostridad, entendiéndolo como un régimen político y social que se hace operativo a través del rostro. Así, el rostro toma valores estéticos y de significado que no le son inherentes a priori, pero sirven para que los grupos dominantes mantengan el control, suprimiendo “las expresiones y conexiones rebeldes a las significaciones dominantes”.
La plástica de Ernest Compta Llinàs transmite la conciencia por parte de este artista y arquitecto en lo relativo a la rostridad. Es abordada mediante el retrato, un género histórico que justamente se focaliza en la fisonomía de las personas representadas, desde la óptica más afín a la representación fiel de la persona retratada. Compta pinta retratos que, sin embargo, son anónimos, negando la capacidad de identificación al público que los observa. Esto recuerda al planteamiento de la rostridad, pues esta se refugia en la aparente individualización del sujeto —“cada faz es única”— para ocultar su funcionalidad, que es legitimar unos rostros u otros, clasificándolos y considerándolos normativos o no. En definitiva, generalizándolos. Mediante el anonimato, nuestro protagonista visibiliza la cuestión de la imposibilidad del rostro identitario, siempre inserto en dinámicas de poder que impiden su libre albedrío estético-semiótico: anulan o, al menos, constriñen la constitución de la individualidad.
Sin embargo, también consigue subvertir tal fatídica condición, dado que sus “retratos” poseen una autonomía que los libera de la figura retratada; hay algo de absoluto en su singular expresión que excede la identidad. En ellos se despliegan circuitos que remiten a sí mismos como producciones que desbordan los límites de los rasgos personales codificados (véase Santiago Díaz, “El retrato, teratogénesis del rostro: dispositivos estético-políticos de lo visible y contrapedagogías sensibles”, *Revista de Educación, UNMaP*, XIII, n.º 25, 2022). La negación de mostrar un rostro específico evita su ulterior categorización, más aún tratando la fisonomía de la manera llevada a cabo por Compta, que no es realista. Así, el pintor mantiene un estilo postcubista: las caras de los personajes son geometrizantes, generalmente angulosas, un tanto picassianas. En este sentido, permiten el alejamiento de la realidad mediante el antinaturalismo. Fisonomías inclasificables, que liberan y rompen con la estética clásica del retrato, que tiende al embellecimiento y a la potenciación indirecta de la rostridad. Asimismo, los retratos pde Compta van aún más allá a nivel estético, pasando a lo semiótico, dada la configuración concreta de los rasgos poco amables de los protagonistas. Estos dan lugar a la canalización de sentimientos y emociones vinculados con la tristeza, la melancolía y el rechazo, remitiendo a la marginalidad de “las expresiones y conexiones rebeldes”; al sufrimiento que padecen, independientemente de erigirse en sublevación.
Andrea García Casal, historiadora del arte y teórica


